Friday, November 25, 2016

Rebellion Civil contra Santos

Tomando del Periodico Debate

Libardo Botero C.                                                    

El gobierno de Juan Manuel Santos es ilegítimo. Hay que proceder en consecuencia.

Para empezar, su segundo mandato, el actual, se gestó a través de un complot criminal contra Óscar Iván Zuluaga, el candidato opositor que lo había vencido en la primera vuelta. Si la cabeza comprobada del complot es un empleado directo del presidente, ya se presume quién fue su artífice: blanco es, gallina lo pone.

Y en el ejercicio de su mandato se ha propuesto atropellar la Constitución y las leyes e imponer su arbitraria voluntad, prohijando y protegiendo a los mayores carniceros de nuestra historia. El conejo que se acaba de protocolizar con la firma del “nuevo” acuerdo con las Farc, y la decisión de “refrendarlo” a través del Congreso, es una burla a las mayorías que se expresaron en contra del mismo pacto el 2 de octubre. Es el último paso de una carrera desenfrenada de desafueros, cuyo responsable y promotor principal es Juan Manuel Santos.

Un gobierno que así atropella y desconoce la mayoritaria voluntad popular, sus compromisos, las directrices inequívocas del máximo órgano jurisdiccional, el ordenamiento legal, es un gobierno que, por ese mismo motivo, no les deja a esas mayorías alternativa distinta a desconocer su legitimidad y la validez de sus actos espurios, y colocarse en actitud de desobediencia civil, o mejor, de rebelión civil, por el rescate de los principios y normas pisoteados.

Todo ello me lleva a formular una serie de razones e interrogantes sobre el camino a seguir ante semejantes trapacerías y la persistencia de tan nefasto mandato, sobre todo ahora que fue sellado por enésima vez el pacto con las Farc, en el acto teatral de ayer.

Uno

Por fuerza de las circunstancias, habrá que echar mano, naturalmente, de todas las herramientas legales disponibles, aún a riesgo de que sean desconocidas por la tiranía santista, como ya es usual. De entrada, proseguir la erguida oposición en el Congreso, enfocada ahora no solo en la absurda “refrendación” allí del acuerdo con las Farc, sino después, contra su “implementación” atropellada y descarada. Probablemente habrá que demandar el acto artificial del Congreso, a fin de demostrar la invalidez e ineficacia jurídica de aprobar una simple “proposición” para imponer una suerte de tratado supraconstitucional; recurrir a la Corte Constitucional para que haga valer los preceptos contenidos en el fallo sobre el “plebiscito para la paz”; e incluso, demandar ante el Consejo de Estado el acuerdo firmado, como sugieren otros.

El ex presidente Uribe habla, entre tanto, de gestar un referendo de origen popular, para preguntar por los puntos álgidos del acuerdo, tal vez sin caer en cuenta que, aún conseguidas las firmas necesarias, debe pasar por el Congreso para ser convocado -talanquera casi imposible de superar-, amén de que exige superar un umbral de más del 25% del censo electoral, difícil de alcanzar en un enfrentamiento contra el gobierno y su coalición, que no participarían y lo combatirían. Así, semejante salida podría convertirse en una batalla desgastadora e infructuosa. Otra sería la cosa si fuera un “referendo derogatorio”, de más fácil desarrollo, pero referido a una ley o acto legislativo que, en este caso, no se producirán.

Enfrentar la entrega con tales herramientas legales, aunque necesario es casi simbólico. Requiere, para no ser estéril, una enérgica y valerosa movilización popular, como lo vienen proponiendo desde el mismo ex presidente Uribe, pasando por los parlamentarios de la bancada del CD, hasta distintos líderes del NO y ciudadanos a través de las redes sociales. Una estrategia podría reforzar la debilidad de la otra, pero su éxito no se percibe fácil.

Dos

La situación ha llegado a un extremo de gravedad, que amerita no simplemente oponerse a los acuerdos fatídicos de La Habana y las tretas para implantarlos. Hay que trascender a esos propósitos y elevar más significativas banderas. No basta simplemente con resistir a las imposiciones del tirano, hay que levantarse contra él.

Hace más de un año, en septiembre de 2015, el conocido abogado y escritor Rafael Nieto Loaiza, luego de conocer el borrador de la JEP acordado en La Habana y el proyecto de “farc-track” presentado por el gobierno, escribió en su columna semanal: “Si semejante monstruo es aprobado, anuncio que me niego a aceptar lo que de ahí salga y me declaro desde ya en resistencia cívica pasiva. ¡Y bienvenida será la cárcel si ello supone defender la verdadera democracia!”. Aunque no el único, ese sería el primer paso de una auténtica rebelión civil: la desobediencia generalizada al acuerdo de impunidad pactado en Cuba.

Muchos colombianos, seguramente, compartimos el llamado a la desobediencia civil de Nieto Loaiza, arrostrando las consecuencias que de ella se deriven. Presumimos que ahora, más de un año después, luego de firmado el “acuerdo del teatro Colón”, cobra mayor vigencia. ¿Se dedicará el país, de ahora en adelante, solamente a buscar la manera de que el batacazo no sea tan demoledor, a través de inocuos debates en un parlamento arrodillado y manipulado por el tirano? Sin dejar de dar la batalla en todos los escenarios, lo que se impone, por respeto a la memoria de las víctimas y por dignidad, es rechazar y desconocer no solo la “refrendación” sino la “implementación” del fatídico acuerdo, a fondo. Desobedecerlo.

Las preguntas en este terreno brotan a raudales. ¿Aceptarán -o aceptaremos- los civiles llamados al tribunal de la JEP, comparecer ante los magistrados designados por los victimarios? ¿Acatarán los militares la jurisdicción urdida por las Farc y se presentarán contritos ante ella? ¿Participará el Centro Democrático en un tal “pacto nacional por la paz” y en los organismos que se convoquen para diseñar la reforma de nuestro sistema electoral? ¿Se someterán los propietarios legítimos de tierras a las diligencias expropiatorias de la nueva “jurisdicción agraria”? ¿Agachará la cabeza el Fiscal y aceptará que las Farc no entreguen su fortuna mal habida y solo proporcionen una lista de sus bienes, o que se nieguen con argucias a devolver los cientos de secuestrados y los miles de niños “reclutados”? ¿Se quedarán calladas las Cortes ante la prevalencia de la JEP en el trámite de tutelas y de las colisiones de competencia? ¿Desistirán las víctimas de acudir a una verdadera justicia, llevando el caso ante la Corte Penal Internacional, por negarse Colombia a condenar a penas efectivas de cárcel a los autores de crímenes de lesa humanidad? ¿Le dará vía libre la Corte Constitucional a la incorporación automática del acuerdo de La Habana a la Carta, y su conversión en fuente obligada de interpretación de las normas constitucionales y legales? ¿Se comprometerán los candidatos presidenciales a cumplir los acuerdos espurios, o anunciarán su derogación? ¿Nos decidimos todos a desacatar el engendro?

Y tres

Aun así, tampoco es suficiente. El déspota que nos gobierna seguirá en el poder, maniobrando y conspirando para sacar avante sus pérfidos propósitos. Lo que necesita Colombia va más allá. Lo que el país no soporta es que Santos siga a la cabeza del Estado. Su remoción de la primera magistratura es la necesidad más apremiante del país. Desobedecer, sí. Resistir, también. Pero, sobre todo, rebelarse y buscar con ahínco la caída del presidente. ¡No más Santos!, debe ser el grito de combate de la rebelión civil que demanda la hora.

Más que enfrentar, pasiva o activamente, los efectos del problema, hay que ir a sus causas. Definitivamente el asunto no es solo el acuerdo de paz, ni su “refrendación” tramposa por un Congreso inhabilitado legal y políticamente para hacerlo. Centrar los esfuerzos en revocar el Congreso, como algunos dirigentes del CD proponen, desvía la atención sobre el verdadero origen de la tragedia.

Hace ya un buen tiempo que las grandes mayorías han calado que la talanquera principal es el mismo presidente de la república, Juan Manuel Santos. Su mandato es fraudulento por su origen y desastroso por sus ejecutorias. Santos tiene un alma perversa, es un cínico total, un manipulador, un traidor de siete suelas, un ególatra consumado, un mentiroso compulsivo, un perseguidor sin entrañas, un vanidoso impenitente, en fin, una ruindad como persona, que utiliza el poder para satisfacer sus peores instintos.

Todas las baterías deberían enfocarse en lograr su salida del poder. El primer paso es presentar una contundente solicitud de investigación penal ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara, por el complot criminal para alzarse con la presidencia en las últimas elecciones. Aunque ese organismo está razonablemente desprestigiado y sus mayorías sean oficialistas, hay que dejar la constancia histórica, sobre todo ahora en vísperas de la entrega del Nobel de Paz al acusado. Pero Santos no solo debe ser acusado penalmente por los delitos asociados al complot de 2014 contra Óscar Iván Zuluaga y su campaña, que deberá tramitar posteriormente la Corte Suprema de Justicia. El Senado puede, como lo establece el artículo 175 de la Carta Política, en razón de “indignidad por mala conducta” en el ejercicio del cargo, juzgarlo e imponerle “la de destitución del empleo, o la privación temporal o pérdida absoluta de los derechos políticos”. ¿Desconocer la decisión de un plebiscito, que lo obligaba directamente a él, no es suficiente razón para juzgarlo?

En lugar de una evasiva y anodina campaña de revocatoria del Congreso (revocatoria que no existe en nuestra Constitución), la oposición democrática debiera empeñarse en un juicio político al “máximo responsable” de tamañas violaciones a las reglas democráticas que juró cumplir. Acompañada, sobre todo, de una intensa y persistente movilización en las calles, centrada en pedir la inmediata renuncia del presidente ilegítimo.

Si no se corona ese propósito pronto, de todos modos, quedará pavimentado el camino para que las fuerzas que resistimos el embate farc-santista, logremos cuajar una consistente y amplia alianza para las elecciones de 2018 y demos al traste con la encerrona en marcha. Salvo que, para detener a las mayorías, se recurra, como lo pidió ayer Timochenko, a fraguar la imposición arbitraria de un “gobierno de transición” hacia la dictadura narco-terrorista. En cuyo caso, pensamos, abortadas las vías institucionales, se arrojaría al país la infierno de las salidas extra-institucionales.

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