Monday, December 04, 2017

Un remedio cultural

Por JAVIER  VEGA

Miembro  de  la  Academia  de  Ciencias  Políticas  de  Nueva  York

La existencia de buenas costumbres moviliza la gente hacia un comportamiento cívico, respetuoso de las reglas, un pacto social de convivencia. Este ́contrato ́ comporta una ética que es el prerrequisito de la libertad bien entendida, en tanto que define las reglas de como usarla virtuosamente. La base contractual, con sus normas y valores, proporciona al individuo la capacidad de canalizar su libertad de forma  apropiada.

El edificio de la democracia liberal se levantó en el s. XIX sobre la base de un ́contrato social ́ que aglutinaba a sus miembros alrededor de instituciones tradicionales como la familia, la comunidad, la cultura y la religión. Instituciones que precedían a la democracia y el capitalismo y que, como digo, hicieron posible su implantación.

Pero la democracia liberal sufrió en la segunda mitad del s. XX una severa desviación, denominada ̈neoliberalismo ̈, que llevó a descartar el contrato social. El neoliberalismo de derechas se centró en la libertad económica, el de izquierdas en las libertades civiles y el estilo de vida; ambos, desde un fundamentalismo que rechazaba  cualquier  intento  deregulación  que  refrenase  lo  que  nos  pedía  el  cuerpo.

El problema es que el debilitamiento de la familia, la fe y la comunidad lleva aparejado el debilitamiento de las obligaciones morales: preocuparte por el vecino, por la sociedad o por llegar a consensos civilizados. Y es que la libertad, en sí, no comporta exigencia alguna a este respecto. La libertad se mueve en un plano paralelo donde no se producen los estímulos sociales, emocionales y morales que son la base del humanismo. En el universo de la libertad florece el individuo (el yo) no  la  raíz  de  las  obligaciones  mutuas  (tú  y  yo).

Entre la élite dirigente, la libertad sin contrato social deviene esencialmente egoísta; en la zona baja de la sociedad, la libertad sin interrelación con el otro resulta en crispación social, descomposición de la familia y degradación de la persona. La libertad sin un contrato social, sin un proyecto de vida en común, fomenta la desconfianza, el sectarismo y la guerra de todos contra todos. Una regresión al estado de naturaleza que termina destruyendo la libertad y restaurando el autoritarismo.

En efecto, cuando la gente ve deshacerse los lazos del contrato social, se refugia en su identidad, retorna a la tribu de la que proviene: ̈sólo mi gente me entiende, sólo entiendo a mi gente ̈. La vida deviene una lucha continúa entre los míos y los otros, donde se niega a los otros el derecho a penetrar en ̈nuestro ̈ terreno. La política, a su vez, deviene una cuestión de amigos contra enemigos, una concepción que nos retrotrae al absolutismo anterior a la modernidad. Aún peor, como se pudo comprobar en el período de entreguerras (1918-1938): cuando el sistema democrático dejó de funcionar la gente prefirió el fascismo -nazi o comunista- al aislamiento  individualista;  prefirió  el  autoritarismo  a  la  anarquía  moral.

Ahora bien, lo mismo que podemos distinguir entre nacionalismo virtuoso y nacionalismo nefando deberíamos entretener la posibilidad de un movimiento social, de base cultural y por así decirlo pre-político (es decir, previo a la construcción política de la democracia liberal) que lejos de promover la guerra cultural busque llenar el vacío social y moral que se ha instalado en el corazón de nuestro sistema. Un  cambio  que  debe  producirse  a  nivel  comunal,  emocionaly  racional.

En el mejor de los casos, los gobiernos actuales funcionan como una bien engrasada maquinaria tecnocrática; pero la tecnocracia, como la libertad, opera en un universo paralelo que no puede dar cuenta de las demandas emocionales y morales. La frustración que esto produce hace que la gente utilice su cultura como un arma arrojadiza para desmantelar el sistema. Sin embargo, no siempre fue así. De nuevo debemos bucear en el s. XIX para encontrar ejemplos de naciones que fueron capaces de poner en marcha un nuevo proyecto de vida en común. O, más recientemente,  en  la  devastada  Alemania  de  la  posguerra.

En el caso de España que, como sabemos, llegó con 40 años de retraso al banquete democrático el asunto es aún más peliagudo. España abjuró del autoritarismo y adoptó la democracia, pero hemos echado en falta un lecho de costumbres cívicas como el existente en Inglaterra, Francia y Alemania o, al otro lado del Atlántico, en USA: la conocida fórmula de ̈ser cívico cuando nadie te ve ̈, por convicción, por estilo, por costumbre heredada; por otro nombre, cultura. Tras haber conquistado la libertad nos falta ese ideal cívico que incluso los citados modelos  parecen  estar  perdiendo.