Saturday, 18 January 2014
Tomado de El Austroliberal, Birmingham 10 de Enero de 2014,
por Jorge A. Soler Sanz
Nos gustaría reconocer al lector el hecho de que este autor siempre ha sido anarquista de una forma más o menos coherente a lo largo de toda su vida. Pero lo nuestro ha venido a ser una toma de consciencia paulatina sobre algo que de alguna manera siempre ha estado presente en nuestras vidas aunque haya sido de forma latente. De jóvenes (no implique el lector aquí que ya no lo somos) no éramos muy conscientes de este hecho, pero siempre nos hemos comportado ante el Estado como si se tratara de un enemigo declarado. Recuerdo en una ocasión, allá por 1999, donde me negué a pagar la tasa de mi DNI, frente a la estupefacción e incredulidad del funcionario que en ese momento sostenía en la mano nuestro carnet, por no tratarse de un pago voluntario. En aquel entonces no alcance a comprender la idea de estar obligado por ley a pagar por algo que todo el mundo sabe es obligatorio. La idea de que el Estado podía obligarme por un lado a poseer un carnet y pagarlo por el otro me pareció una contradicción imperdonable. El agravio fue tal, que me fui de la comisaria sin carnet y, para decirlo todo, la verdad es que sigo sin él desde entonces. La ofensa de exigirme por ley que pagara por algo me pareció tan grave que en verdad todavía me dura. ¿Qué sentido tiene obligar a alguien a pagar por algo frente a lo cual no se da ninguna alternativa? O expresado de otro modo, ¿Tiene sentido obligar por ley que un ciudadano pague por algo o que contrate un servicio? Y si esto es así, ¿Qué fuente del derecho lo justificaría?
Decía Almudena Negro el otro día en el Instituto Juan de Mariana que el IRPF debería de abolirse por poner éste en el punto de mira al individuo, que siempre será "sospechoso" frente al Estado de producir riqueza. Aquí no se trataba de quitar importancia a la parte económica del asunto (penalizar la producción, recordaba Almudena), sino en señalar su aspecto político (un ciudadano que no ha roto la ley no debe de ser sospechoso de nada, como tampoco se puede exigir de él que declare contra su voluntad). Esto me hizo recordar un encontronazo que tuve aquí en Inglaterra con la policía hace ya un tiempo por bajar una cuesta de noche con la bici haciendo manual mientras regresaba a casa de casa de unos amigos. De verdad que no somos unos imprudentes (la calle estaba desierta), pero cómo sabemos que no hay nada en el manual contra este tipo de actividades, me negué a darle mi nombre al agente al objeto de que no me multara. El policía, por su parte (un poco desde el descrédito) me informó que no tenía derecho a reservarme esta información y me ordenó de inmediato que se la comunicara. Ante esto yo le pregunté ¿pero agente, si como hombre privado de libertad tengo derecho a permanecer en silencio, no le parece a usted que como hombre libre también lo debería de tener y con más razón?, pero tras decir esto me arrestaron y acabé en la comisaría. Al final me tuvieron que soltar sin multa ni cargos, pero, todo hay que decirlo, en el entretanto me pasé unas horitas en el calabozo acusado de "negarme a declarar contra mí mismo." Y después de todo, la verdad es que se podrían haber ahorrado el trabajo, pues ya les advertí de entrada que no era posible multarme en base a la presente normativa (ni siquiera tengo carnet de conducir), pero entiendo que para la policía un ciudadano que se niega a declarar contra sí mismo ha de ser de lo más sospecho.
Almudena Negro tiene toda la razón al pedir que se extinga este impuesto, pero para mí, no por una razón política, o una razón económica, sino por una cuestión ética de fondo. Los impuestos, sean del tipo que sean, atentan contra el axioma de no agresión, y no tiene mucho sentido postular una agencia protectora de la propiedad privada que se ve ella misma obligada a expropiarla para poderla proteger. Esto no tiene mucho sentido. Ningún impuesto debería estar permitido. Si el IRPF obliga a declarar a los productores, el IVA obliga a declarar a los comerciantes. La apariencia nos parecería indicar que en verdad es el cliente el que abona este impuesto de forma voluntaria tras comprar el producto, pero una factura sin IVA es una factura donde el comerciante se queda en verdad con el supuesto valor añadido que este impuesto impone en el producto vendido. Pero incluso si se admite que esto no es así, todavía tiene que verse claro el hecho de que el comerciante aún se encuentra en una situación donde se le obliga a declarar frente a hacienda. El cliente podrá comprar o no un producto, pero nunca se le pide declarar nada por hacerlo o no hacerlo.
"Claro," dirán algunos, "pero si no se paga ningún tipo de impuesto tampoco habrá gobierno." Y, sin embargo, gobierno si habría; lo que no habría sería Estado. Aquí tampoco se trata de cortar por lo sano y hacerse impopular de la noche a la mañana, pero toda propuesta política que se presente como alternativa a la opción demócrata debería ser "pro recorte paulatino," pues votando pero siguiendo financiando no se elimina la raíz de este problema. Después de todo, la única función legítima de gobierno es la judicial (la legislativa y ejecutiva es propia de los propietarios) y es fácil mostrar cómo la financiación en este ámbito repercute positivamente en la calidad de la justicia impartida cuándo ésta es privada y no pública. Hoy día, tal y como reconoce Almudena Negro, sólo existe una opción política de fondo, es decir la social-democracia, luego el ciudadano sólo vota para determinar qué partido cumplirá mejor este proyecto, y la idea de que la justicia debe ser pública es parte de ese programa unívoco de pensamiento. Si realmente se quieren separar los poderes de gobierno, la tarea primordial ha de consistir en restituirlo a su tarea legítima originaria, es decir, a la protección de la vida, la propiedad privada y los contratos, y dejar que sean los individuos los que legislen y ejecuten en sus terrenos alodiales inalienables.
Creo que la charla de Almudena Negro tiene un eco inconsciente de resonancia en la población que, sin saberlo muy bien, también tiene esa impresión, tal y como yo mismo la tuve hace años, de que el político (el funcionario) le está tomando a uno el pelo, que el ciudadano tampoco tiene en verdad una opción real de elegir nada, que todo parece como si los políticos ya lo hubieran decidido todo de antemano y sólo contaran con nuestro voto para poder implementar sus programas de partido y, en el fondo, que de nada sirve negarse frente a este hecho. Sin embargo, creo que aquí el pueblo es también responsable de esta dinámica (por más inconsciente que éste sea o lo parezca ser), pues de una manera o de otra se ha dejado seducir por la idea de que resulta posible hacer un uso partidista de las funciones de gobierno. Esto nos ha llevado a una situación donde el ciudadano de a pie considera que el político puede representarle en relación con derechos que son "irrepresentables" en el mundo real por tratarse de meros privilegios; es decir, de excepciones a la norma. Desencantado, como ningún individuo puede exigir de su vecino que le pague la factura del médico, o la del colegio de sus hijos, votamos a un político con la expectativa de que éste lo pueda hacer por nosotros. Y, sin embargo, resulta del todo incorrecto decir que uno tiene derecho a la salud económica de otra persona aunque se use a un político como comodín para justificarlo. La única manera que tiene un Estado no productor para dar a unos consiste en quitar primero a otros. Y es obvio que ese que recibe los privilegios y excepciones los ha de tomar con buen gusto, pero lo mismo no puede decirse de ese que renuncia de forma involuntaria a parte de sus ingresos para poderlo financiar. Para poder contar con una alternativa clara a la social-democracia actual, hay que eliminar los dos componentes del binomio y no sólo uno, es decir, se trata de eliminar tanto el socialismo como la democracia. Si robar, asesinar y faltar a los contratos son actividades contrarias al derecho, votar o no votar carece de sentido; pues ¿Para qué se vota?
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